Los expresidentes y el olvidado papel del Consejo de Estado

Los expresidentes del Gobierno disponen en España desde 2004 del lugar adecuado para aconsejar a los gobiernos posteriores sobre los peligros de las decisiones que adopten y que puedan afectar a la marcha de las instituciones: son, desde esa fecha, miembros natos del Consejo de Estado. Todos ellos, sin embargo, han renunciado a ese cometido, por considerarlo incompatible con otros intereses personales. Esa falta de cauce institucional ha facilitado seguramente el feroz enfrentamiento que protagoniza en estos momentos el expresidente Felipe González con el actual secretario general del PSOE y presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, hasta el extremo de que González no ha pedido el voto para el Partido Socialista en las pasadas elecciones, pese a la brutal oposición ejercida por el PP. Una actitud que ha llevado a antiguos militantes socialistas y a antiguos admiradores de González a reprocharle, como tituló un reciente artículo José María Ridao, Así, no.

No es fácil encontrar explicaciones estrictamente políticas a ese enfrentamiento que protagoniza el expresidente. Resulta evidente que el distanciamiento de la dirección del PSOE se viene produciendo desde la época de José Luis Rodríguez Zapatero y de la progresiva desaparición de los dirigentes que protagonizaron el enorme empuje político de la primera década socialista. Aun en el año 2000, y aunque se sabía que González nunca había sido partidario de llegar a acuerdos formales con el Partido Comunista, el expresidente se mantuvo firme al lado del pacto electoral suscrito por los responsables del PSOE y de Izquierda Unida del momento, Joaquín Almunia y Francisco Frutos, con el propósito de llegar a La Moncloa con un gobierno conjunto. Felipe González llegó incluso a respaldar la propuesta (ampliamente derrotada después en las urnas) con una frase sin matices: “Yo estoy de acuerdo con el pacto porque soy electoralista, porque hay que ganar elecciones para gobernar”.

El distanciamiento con Zapatero se palió en parte gracias a los buenos oficios de Alfredo Pérez Rubalcaba, que mantenía una enorme influencia en el PSOE y que fue capaz de aplacar la progresiva irritación del expresidente con las nuevas maneras de hacer política de sus sucesores. Rubalcaba insistió y logró que González participara en algunos actos de las campañas electorales de Zapatero y que defendiera públicamente su gestión. Su desaparición rompió probablemente los muros de contención y la ruptura total se produjo con la llegada de Pedro Sánchez a la Secretaria General del PSOE, aupado por las bases y en contra de la estructura orgánica del partido y del rechazo expreso de González.

Felipe González puso un gran esfuerzo durante todos sus años en la política activa en conseguir que se valorara la institucionalidad como uno de los grandes objetivos democráticos. Arrastró a su partido, en 1979, a abandonar el marxismo y afirmarse en una senda socialdemócrata, precisamente para asegurar la institucionalidad de la participación del PSOE en el proceso democrático que se iniciaba. Sin embargo, a la hora de abandonar la política activa, no se planteó la posibilidad de encontrar un espacio no partidista, de protección del sistema democrático, en el que frenar los impulsos de crispación, y en el que hubiera podido expresar hoy, en un cauce adecuado, las objeciones que le suscita la eventual iniciativa de Pedro Sánchez de ofrecer una amnistía. (Una eventual ley de la que, todo sea dicho, ni Sánchez ni ninguno de sus portavoces oficiales ha dicho hasta ahora una palabra). Optó por preservar su influencia política fuera de cualquier marco institucional, algo difícil, que podía descarrilar fácilmente.

La verdad es que las relaciones de Felipe González con su partido fueron siempre peculiares, quizás porque más de la mitad de los 23 años en los que fue secretario general del PSOE (1974-1997) fue también presidente del Gobierno (1982-1996), lo que significa que su influencia fue casi absoluta, pero más en su orientación ideológica que en su organización interna, cuya obediencia siempre dio por supuesta. González como presidente, por ejemplo, no solicitó autorización previa de su partido para ofrecer en 1993 un gobierno de coalición a Jordi Pujol, dirigente del principal partido nacionalista catalán del momento y si esa coalición no llegó a formarse fue por la negativa nacionalista.

Es difícil renunciar al poder después de muchos años y que no te consideren, y te consideres tú mismo, un hombre de Estado, dijo en una ocasión Bruno Kreisky, canciller de Austria de 1970 a 1983. Lo difícil es cómo traducir ese teórico papel, sin tener el instrumento institucional adecuado, explicó.

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